PÍO BAROJA, La busca, Madrid, Caro Raggio editor, 1972
He vuelto a leer El árbol de
la ciencia y también La Busca, los había leído siendo bastante joven
y guardaba un recuerdo intenso de estos dos libros de Baroja. Ahora me ha
decepcionado un poco El árbol de la ciencia, no así La busca.
Porque este último ahonda en lo más profundo del ser humano desasistido de lo
más elemental, y qué es lo más profundo de ese ser humano que nos propone
Baroja, ser un buen hombre, a pesar de todos los pesares.
El protagonista de La busca
es un joven desamparado cuyo padre ha muerto, la madre es lo único que tiene en
principio, aunque consigue duros trabajos los pierde todos y se queda sin nada.
Esa pobreza extrema que vemos en los niños de los arrabales de Madrid de
principio del siglo veinte a mí me recuerda al Lazarillo de Tormes, aunque Caro
Baroja que prologa el libro piensa que no se trata de una novela picaresca,
pues la sociedad que se relata en La busca es una sociedad madrileña
finisecular y de bajos fondos. Claro que sí que se trata de sociedades
distintas, pero en ambos vemos a los niños desamparados, al arbitrio de
cualquiera que quiera meterse en sus vidas, tan frágiles. Manuel que así se
llama el protagonista tiene dos ejemplos honrados: su madre Petra y el señor
Custodio un ropavejero que se hace cargo de él, casi al final de la novela.
Frente a estos dos ejemplos conoce también un sinfín de malos ejemplos en el mundo de la golfería madrileña en la que
se desenvuelve.
Hay una extraña comunión entre el
paisaje duro y de contrastes de Madrid y la vida de Manuel, en verdad las dos
mejores virtudes de Pío Baroja en este libro son su descripción de los paisajes y la vida del Madrid antiguo y la descripción de los niños pobres, desharrapados, tristes marginales. Veamos
un ejemplo de cada:
“Después de callejear toda la mañana, Manuel se
encontró al mediodía en la Ronda de Toledo, recostado en la tapia de las
Américas y sin saber qué hacer. A un lado, sentado también en el suelo, había
un chiquillo astroso, horriblemente feo y chato, con un ojo nublado, los pies
desnudos y un chaquetón roto, por cuyos agujeros se veía la piel negra, curtida
por el sol y la intemperie. Colgado del cuello llevaba un bote para coger
colillas” (204).
Madrid igualmente es un lugar
inhóspito con una belleza extraña, desolada, pero con un cielo refulgente:
“Se veía Madrid en lo alto, con su caserío alargado y
plano, sobre la arboleda del Canal. A la luz roja del sol poniente brillaban
las ventanas con resplandor de brasa; destacábanse muy cerca, debajo de San
Francisco el Grande los rojos depósitos de la fábrica del gas, con sus altos
soportes, entre escombreras negruzcas; del centro de la ciudad brotaban
torrecillas de poca altura y chimeneas que vomitaban, en borbotones negros,
columnas de humo inmovilizadas en el aire tranquilo. A un lado se erguía el
Observatorio, sobre un cerrillo, centelleando el sol en sus ventanas; al otro,
el Guadarrama, azul, con sus crestas blancas, se recortaba en el cielo limpio y
transparente, surcado por nubes rojas” (196).
Pío Baroja divide la novela en
tres partes:
I Parte. Nos introduce en la vida
de la madre de Manuel que se queda viuda y pierde su negocio teniendo que ir a servir
a una casa de huéspedes, su hijo Manuel que estaba con unos tíos en el pueblo
tiene que quedarse con ella en la casa de huéspedes haciendo un poco de todo,
pero no encaja en el sitio porque se pelea con los huéspedes:
“El papel amarillo del cuarto, rasgado en muchos
sitios, ostentaba a trechos círculos negruzcos, de la grasa del pelo de los
huéspedes, que echados con la silla hacia atrás, apoyaban el respaldar del
asiento y la cabeza en la pared” (32).
II. Parte. La madre de Manuel lo
lleva de aprendiz con un tío suyo, el señor Ignacio, que regenera zapatos
arrancando suelas usadas, en la calle del Águila, esquina al Campillo de Gil
Imón:
“Se sentaron el señor Ignacio y los tres muchachos
alrededor de un tajo de madera, formado por un tronco de árbol con una gran
muesca. El trabajo consistía en desarmar y deshacer botas y zapatos viejos, que
en grandes fardos atados de mala manera, y en sacos, con un letrero de papel
cosido a la tela, se veían por el almacén por todas partes. En el tajo se
colocaba la bota destinada al descuartizamiento; allí se la daba un golpe o
varios con una cuchilla, hasta cortarle el tacón; después, con las tenazas, se
arrancaban las distintas capas de suela; con tijeras se quitaban los botones o
tirantes, y cada cosa se echaba en su espuerta correspondiente: en una, los
tacones; en otras, las gomas, las correas, las hebillas” (65-66).
Un trabajo pesado para todo el
día con sus dos primos el mayor Leandro y Vidal que le introduce en sus amistades, su
pequeño círculo de jóvenes sin futuro, como el Bizco. Todo acaba trágicamente
en la casa de su tío pues el primo Leandro despechado mata a la novia y luego
se suicida.
III parte. El señor Ignacio cae
enfermo y se deja de trabajar en el almacén con lo que Manuel tiene que volver
a casa de su madre. Consigue trabajar en un puesto de verduras del mercado en
la plaza del Carmen. Tenía que levantarse al amanecer y abrir el puesto y luego
repartir el pan para los parroquianos, como el dueño del puesto no le daba
jornal, la madre fue a pedírselo y ante la negativa saca a su hijo de allí y lo
lleva a una tahona de la calle del Horno de la Mata para que aprenda el oficio
de panadero:
“La vida allí era horriblemente penosa. La tahona
ocupaba un sótano obscuro, triste y sucio. Estaba el piso del sótano por debajo
del nivel de la calle, a la cual tenía unas ventanas con cristales tan
obscurecidos por el polvo y las telarañas, que no dejaban pasar más que luz
turbia y amarillenta. A todas horas se trabajaba con gas” (182).
A pesar de todo allí tiene un
amigo, Karl. Cae enfermo y tiene que dejar el trabajo. Vuelve a encontrar a su
primo Vidal y al Bizco y entre los tres hacen una sociedad, prometiéndose
ayuda, cosa que a Manuel no le hacía mucha gracia. La madre de Manuel muere y
este queda desamparado, sin un hueco donde dormir, se va a las cuevas allí malviven
un puñado de desgraciados, había varias en el cerrillo de san Blas. Como
no le va bien piensa dedicarse a la vida maleante, pero no le gusta, duerme en
los bancos de la plaza de Oriente en las sillas de la Castellana y Recoletos.
Llega octubre y ya no aguanta el frío de la noche. En noviembre se encuentra al
Bizco y decide ir a dormir a las cuevas de la Montaña de Príncipe Pío, en esta
ocasión, ante la repugnancia y el horror
que le produce la vida en las cuevas, huye y se refugia solo en un hueco, le
despierta un hombre con un saco al hombro y como ve que está solo y no tiene
casa le ofrece que se vaya con él y le dará de comer…El señor Custodio es
trapero:
“Manuel se levantó perezosamente. El trapero subió la
cuesta del terraplén con el saco al hombro, hasta llegar a la calle de Rosales,
en donde tenía un carrito, tirado por dos burros. Arreó el hombre a los
animales, bajaron el paseo de la Florida, y después, por el de los Melancólicos,
pasaron por delante de la Virgen del Puerto y siguieron la Ronda de Segovia. El
carro era viejo, compuesto con tiras de pleita. Con su chapa y su número, y
estaba cargado con dos o tres sacos, cubos y espuertas” (256-257).
Manuel trabaja por un tiempo y
vive con la familia de este hombre, pero siempre hay un “pero”, conoce a la
hija del trapero y se enamora de ella, aunque ella tiene otro novio con el que
va a casarse, loco de rabia Manuel riñe con el novio y huye, decide volver con
sus amigos golfos y pasa la noche viendo el panorama. Finalmente, Manuel ve
claro que debe seguir el camino de la gente trabajadora que se levanta temprano
y trabajan al sol y no en las sombras de la noche madrileña. Final moralizante,
esperanzador dentro de una vida aciaga. La “busca” es eso, salir todos los días
a ganarse el pan honradamente.